John Dee fue
el más famoso alquimista inglés de todos los tiempos, vivió en la época de la
reina Isabel I, y era un asiduo a la Corte inglesa, donde era conocido y respetado
por sus conocimientos en todos los ámbitos, del diplomático y político al
esotérico. Su nombre clave por el que era conocido en los círculos más internos
era 007, y su lema “al servicio de su majestad”.
En la
segunda mitad del siglo pasado un novelista escocés llamado Ian Fleming, que
pertenecía a la Hermandad de los Rosacruces que fundó tres siglos antes el
propio Dee, se inspiró en él para crear un personaje de ficción, el famoso
James Bond, agente “007”, novelas que dieron lugar a entretenidas películas de
las que todos hemos podido disfrutar. El escocés Sean Connery, el inglés Roger
Moore, el galés Timothy Dalton y el
irlandés Pearce Brosnan han dado vida sucesivamente a este agente especial, que
en cierta manera encarnaba la virtud del heroísmo y del servicio a su país por
encima de cualquier otra consideración (personal o sentimental).
La llegada
de Daniel Craig al papel de James Bond, supone claramente una “bajada de nivel”
del personaje, donde ya el sentimentalismo y los problemas personales interfieren
en algunas de sus decisiones y actuaciones.
Pero ahora
se da el paso definitivo en su destrucción, 007 dejará de ser un “varón, blanco
y heterosexual”, el objetivo a destruir por la elite mediática, y se convierte
en una mujer de color (de color negro, las cosas como son), que
presumiblemente, en la próxima o en sucesivas películas tendrá una relación
lésbica con Moneypenny (entiéndase el simbolismo. El personaje en
sí no importa, pero sí la intención con la que se hace este cambio: se trata de
destruir cualquier referencia de heroísmo y patriotismo encarnada por hombres
blancos.
Todo se
diluye, todo se destruye, todo se oscurece.
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